20.3.09

El duelo



A las 21 y 37 del segundo día de navegación, con el Virginiam marchando ligero a veinte nudos rumbo a Europa, Jelly Roll Morton se presentó en el salón de baile de primera clase, elegantísimo, de negro. Todos sabían muy bien lo que tenían que hacer. Los que bailaban se pararon, lo de la banda dejamos los instrumentos, el camarero sirvió un qhisky, la gente enmudeció. Jelly Roll cogió el whisky, se acercó al piano y miró a Novecento a los ojos. No dijo nada, pero lo que se oyó en el aire fue: "Levántate de ahí".

Novecento se levantó.

"Usted es el que inventó el jazz, ¿verdad?"
"Así es. Y tú eres el que toca sólo si tiene el océano bajo el culo, ¿verdad?"
"Así es"

Habían hecho las presentaciones. Jelly Roll se encendió un cigarrillo, lo dejó en equilibrio en el borde del piano, se sentó, y empezó a tocar. Ragtime. Pero parecía algo que nunca antes se hubiera escuchado. No tocaba, se deslizaba. Era como unas enaguas de seda que se deslizaban por el cuerpo de una mujer, y que lo hacían bailando. Estaban todos los burdeles de América en aquella música, pero los burdeles de lujo, esos donde hasta la encargada del guardaropa es bella. Jelly Roll acabó bordando notitas invisibles, las de más arriba, al final del teclado, como una pequeña cascada de perlas sobre un suelo de mármol. El cigarrillo seguía allí, al borde del piano: a medio consumir, pero toda la ceniza seguía allí. Se diría que no había querido caerse para no hacer ruido. Jelly Roll cogió el cigarrillo entre los dedos, tenía unas manos que eran mariposas, ya lo he dicho, cogió el cigarrillo y la ceniza permaneció allí, no tenía la más mínima intención de caerse, a lo mejor había truco en todo aquello, no lo sé, pero lo cierto es que no se caía. El inventor del jazz se levantó, se acercó a Novecento, le puso el cigarrillo debajo de la nariza, con toda su ceniza bien colocadita y dijo:

"Te toca, marinero"
Novecento sonrió. Se estaba divirtiendo. En serio. se sentó al piano e hizo la cosa más tonta que podía haber hecho. Tocó Vuelve, papaíto, una canción de una idiotez infinita, algo de críos, la había escuchado a un emigrante, años atrás, y desde entonces no se la había podido sacar de encima, le gustaba de verdad. No sé qué le encontraría, pero le gustaba, la encontraba realmente conmovedora. Claro que no era una pieza de virtuosismo. Si me pusiera, hasta yo mismo podría tocarla. Él la tocó jugando un poco con los graves, duplicando algunas cosas, añadiendo dos o tres florituras de las suyas, pero en fin, era una idiotez y siguió siendo una idiotez.

Jelly Roll tenía la cara de alguien a quien le han robado los regalos de Navidad. Fulminó a Novecento con dos ojos de lobo y se sentó de nuevo al piano. Se marcó un blues que habría hecho llorar a un maquinista alemán, parecía que todo el algodón de todos los negros del mundo estuviera allí y él lo recogiera con aquellas notas. Algo para robar el alma. Todo el mundo se puso de pie, se sorbía la nariz y aplaudía. Jelly Roll ni siquiera hizo un gesto de saludo, se veía que le faltaba muy poco para estar hasta los cojones de toda aquella historia.

Le tocaba de nuevo a Novecento. La cosa ya empezó mal de entrada porque se sentó al piano con dos lagrimones así en los ojos, con aquel blues se había emocionado, y esto podría resultar incluso comprensible. Lo verdaderamente absurdo fue que, con toda la música que tenía en la cabeza y en las manos, ¿qué diréis que se le ocurrió tocar? El blues que acababa de escuchar. "Era tan hermoso", me dijo después, al día siguiente, para justificarse, ya ves tú. No tenía ni la más remota idea de lo que era un duelo, ni la más remota idea. Tocó aquel blues. Por si fuera poco, se había convertido en su cabeza en una serie de acordes, lentísimos, uno tras otro, en procesión, un aburrimiento moral de necesidad. Tocaba encorvado sobre el teclado, se regodeaba en aquellos acordes, uno a uno, sonaban raros, incluso, disonantes, pero él se regodeaba. Los demás, menos. Cuando acabó, hasta se oyó algún silbido.

Fue en ese momento cuando Jelly Roll perdió definitivamente la paciencia. Más que ir hasta el piano, saltó sobre él. Entre dientes, pero de forma que todos los entendieran perfectamente, murmuró unas pocas palabras, muy claras:

"Anda y que te den por culo, gilipollas".

Después, empezó a toca. Pero tocar no es la palabra. Un malabarista. Un acróbata. Todo lo que se puede hacer con un teclado de ochenta y ocho teclas, lo hizo, a una velocidad monstruosa. sin equivocarse ni una nota, sin mover ni un músculo del rostro. No era ni siquiera música, eran juegos de manos, era magia bella y buena. Era una maravilla, sin discusión. Una maravilla. La gente se puso como loca. Chillaban y aplaudían, nunca habían visto nada similar. Había un jaleo que parecía Fin de Año. En aquel jaleo me encontré a Novecento: tenía la cara más desilusionada del mundo. Y también un poco sorprendida. Me miró y dijo:

"Ese tío es un memo..."
No le respondí. No había nada que responder. Se inclinó hacia mí y dijo:
"Dame un cigarrillo, venga..."

Estaba tan aturdido que cogí uno y se lo di. Vamos a ver: Novecento no fumana. No había fumano nunca antes. Cogió el cigarrillo, se dio la vuelta y fue a sentarse al piano. Tardaron un poco en la sala en darse cuenta de que se había sentado allí y que, a lo mejor, quería tocar. Se oyeron incluso un par de bromas de mal gusto y carcajadas, algún silbido, la gente es así, es cruel con los perdedores. Novecento esperó pacientemente a que hubiera una especie de silencio a su alrededor. Luego echó un vistazo a Jelly Roll, que estaba de pie en el bar bebiendo una copa de champán, y dijo en voz baja:

"Tú lo has querido, pianista de mierda"
Después apoyó mi cigarrillo en el borde del piano.
Apagado.
Y empezó.

(Se oye una pieza de un virtuosismo excepcional, quizás algo interpretado a cuatro mano. No dura más de medio minuto. Acaba con una descarga de acordes fortísimos. El actor espera a que acabe, luego continúa hablando).

Así.
El público se lo tragó todo sin respirar. Conteniendo el aire. Con los ojos clavados en el piano y la boca abierta, como perfectos imbéciles. Permanecieron así, en silencio, completamente embobados, incluso después de aquella criminal descarga final de acordes que parecía que tuviera cien manos, parecía que el piano fuera aestallar de un momento a otro. En aquel silencio descabellado, Novecento se levantó, cogió mi cigarrillo, se inclinó un poco hacia delante, por encima del teclado, y lo acercó a las cuerdas del piano.

Un ligero chisporroteo.
Lo sacó fuera, y estaba encendido.
Lo juro.
Bien encendido.

Novecento lo sostenía en la mano como si fuera una pequeña vela. No fumana, y tampoco sabía sostenerlo entre los dedos. Dio unos pasis y llegó ante Jelly Roll Morton. Le tendió el cigarrillo.

"Fúmatelo tú. Yo no sé"

NOVECENTO, Alessandro Baricco

1 comentario:

  1. Cómo te gusta eso de "Tú lo has querido, pianista de mierda"...
    :-p

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